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Imágenes , documentales, vídeos, teatro.

El Iº Encuentro Internacional de Jóvenes con Discapacidad Visual lo organizó la O.N.C.E (Organización Nacional de Ciegos de España) el 4 de Julio de 2019 con medio centenar de jóvenes invidentes de Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y España. Inspirado en dicho encuentro, Carlos Blanco Fadol creó un singular método de lectura musical, que posibilita a los ciegos seguir una partitura a través del tacto que el guía transmite al invidente presionando sus hombros para indicar cuando debe accionar su instrumento. Del Museo de la Música Étnica de Busot, Alicante, Blanco Fadol seleccionó instrumentos musicales de Indonesia que se repartieron entre los jóvenes. Solo fueron necesarios diez minutos de explicaciones y correcciones para que, tanto invidentes como guías, realizaran con éxito la experiencia. El investigador lleva años indagando sistemas para que las personas ciegas puedan fabricar y tocar sus propios instrumentos musicales. Ello le llevó a crear herramientas y metodologías específicas que posibilitaron la formación de un grupo musical con invidentes de la O.N.C.E. de Alicante en 1987.

 

 

 

 

En el año 2005 comienza una nueva trayectoria, realizando bandas sonoras para documentales, sonidos ambientales para museos y películas, siempre utilizando instrumentos musicales de su colección. Destacan “Vivir en la frontera”, las “Puertas del infierno”.
Sumamente original resultó el espectáculo Celuloides de Jardiel, donde junto al actor Antonio Campos y el productor Carlos García, vuelcan en escena en el mismo acto a tres artes: el cine mudo de principio del siglo XX, el teatro de la pluma de Jardiel Poncela con la voz de Antonio Campos y la banda sonora en directo de Blanco Fadol, utilizando 22 instrumentos musicales de su colección.

En preparación por el taller de imagen de la Universidad de Alicante, un documental sobre la trayectoria de Blanco Fadol en las diferentes étnias del mundo.

El documental Fadol, fue rodado por una compañía de Uruguay en la Isla de Pascua, en la singular casa de campo del artista en Alicante, en el Museo de la Música Étnica en Murcia, en una escuela pública y en un ático en Montevideo.

 

En 2007, Carlos Blanco Fadol, al comprobar durante un viaje a la selva amazónica peruana que la etnia yagua , habían dejado de utilizar dos instrumentos musicales conocidos como «ruuihuitú macho» y «ruuihuitú hembra«, que empleaban hace muchos años en sus ceremonias rituales, decidió internarse en el amazonas y volver a introducirlo, explicando a los nativos la forma de su construcción y ejecución. Ello fue posible gracias a que los fondos del Museo de la Música Étnica de su propiedad, situado en Barranda-Caravaca en la provincia española de Murcia, existían desde hace 40 años, dos ejemplares. En este documental puede observarse las etapas de recuperación de estos dos instrumentos musicales junto a una crítica silenciosa y visual de la tala indiscriminada de árboles por las industrias madereras en amplio contraste con las ceremonias rituales de respeto a la naturaleza que la etnia yagua realizó antes de la construcción.
La integración de estos dos instrumentos en amazonas, junto al hecho de respetar e ir a «devolver algo» al castigado bosque tropical, contrasta con la expoliación generalizada de las poderosas compañías petroleras , las madereras, los buscadores de oro… que expolian indiscriminadamente la biodiversidad.
Finalizamos con un pensamiento de Carlos Blanco Fadol, del libro «Reflexiones a orillas del camino«, realizado in situ, que reza:
«El hombre es al amazonas, lo que termitas voraces a un bello templo milenario de madera«.

 

 

Hace más de 30 años que Carlos Blanco Fadol lleva desarrollando una hipótesis con relación a la influencia asiática en la música de los Andes en América del Sur.
Durante la invitación que el Ministerio de Cultura de China le hiciera para visitar el país en el año 2000 para realizar una serie de conciertos y clases magistrales en los dos Conservatorios de Música de Beijing (Pekín), utilizó un huayno, música tradicional andina de Perú, para demostrar la gran similitud de sonidos y  armonías que comparten esas dos regiones del mundo. Para ello contactó con dos jóvenes estudiantes de música  del Conservatorio Central de Beijing: una chica tocando el guzheng (cítara horizontal) y un chico tocando el pi-pa (laúd chino).

El asombro de Blanco Fadol surgió cuando ambos jóvenes que desconocían completamente el huayno Rio de paria, aprendieron en escasos minutos el tema en la escala pentatónica (cinco sonidos) que ambas culturas comparten, empleando el mismo gusto y estilo con que interpretan los nativos peruanos dichas músicas, como puede apreciarse en el video adjunto. Recibió un premio y diploma del Conservatorio de Música de Beijing como reconocimiento al trabajo realizado.
Esta adaptación casi instantánea de los jóvenes músicos chinos con un tema que desconocían, le ha reforzado la hipótesis de que la influencia de la música asiática en los Andes podría ser una realidad.
Todos estos trabajos de investigación alrededor del mundo buscando las influencias musicales entre diferentes culturas y continentes y la utilización de la música con un vínculo de fraternidad entre los pueblos del mundo, le valió a Carlos Blanco Fadol, la candidatura a los Premios Príncipe de Asturias a las Artes en 2006 y la candidatura al Premio Príncipe de Asturias a la Concordia en el año 2009.

https://youtu.be/IqNYumT4Rxs

INVESTIGACIONES SOBRE LA MÚSICA DE LA ISLA DE PASCUA

Capítulo 25

ISLA DE PASCUA

Isla de Pascua (Chile), 2015

El avión surcaba el océano Pacífico desde Chile hacia el punto más lejano de la Tierra: Rapa Nui o la isla de Pascua, conocida como “el ombligo del mundo”. A pesar de pertenecer a Chile, la isla se encuentra separada del continente americano por una distancia abrumadora; casi cuatro mil kilómetros, que la aeronave cubre en cinco horas de vuelo hasta tomar tierra en medio del océano Pacífico. Era consciente que me dirigía a una isla de vastas soledades, a una especie de galeón perdido —anclado a la nada— que gira sobre sí mismo eternamente sin poder salir jamás del remolino. Sin embargo, aquella sensación de lejanía, jamás podía superar mi curtida soledad de orfandad, motivo que me confería un plus de ventaja.

Mirando a través de la ventanilla, mi mente proyectaba las interrogantes que motivaron el viaje: « ¿Cómo sería la música original de esta misteriosa isla? ¿Cómo serían aquellos instrumentos musicales que la hacían posible? ¿Podría averiguar las influencias que recibió Rapa Nui de Tahití o de Chile, entre otros?». Acerca de todo ello pretendía llevar a cabo una investigación musical ayudado por la directora de cine —además de mi sobrina— Paty Méndez Fadol, quien se encargaría de plasmar en imágenes el trabajo de campo.

Al haber permanecido la Isla de Pascua en completo aislamiento durante más de mil años, y ser la isla más insular del mundo, sus tradiciones musicales nos hubieran aportados valiosísimos datos sobre culturas aisladas. No obstante, la influencia de otras islas de la Polinesia —con Tahití jugando un rol preponderante— y la presencia europea a partir del siglo XVIII, desvirtuaron una parte importante del tesoro musical de la isla. De este encuentro con otras culturas surgió una amalgama musical que incluía también influencias del continente americano, por pertenecer Rapa Nui a Chile. Sin embargo, la isla logró mantener ciertas formas musicales autóctonas que, aún hoy, continúan formando parte de una transmisión oral cargada de misterio que permanece enraizada en antiguas tradiciones y leyendas de generación en generación.

El viaje discurría tranquilo, exceptuando el llanto desconsolado de un bebé a mi lado, que me liberó del ensimismamiento pero a la vez me encarceló dentro de la nave al no poder salir corriendo de la misma. En tanto, mi sobrina Paty, observaba algunas instrucciones de la flamante cámara que usaría para grabar esta investigación, y alternaba conmigo dialogando sobre las diferentes teorías atribuibles al origen de los rapanui.

Pasaron las horas, y casi sin darme cuenta, mi atención se centró exclusivamente en observar desde la ventanilla del avión una tenue y difuminada mancha verde en medio del Océano, que se fue despejando paulatinamente, hasta que mis ojos lograron divisar claramente uno de los tres volcanes que custodian a la Isla de Pascua.

El avión aterrizó en el aeropuerto internacional Mata veri (ojos bellos en rapa nui), en donde el viento me recibió con un silbido viperino en blanco y negro que me transportó al primer día de escuela cuando, con solo cinco años, me quedé solo y a mi libre albedrío en el patio del colegio.

Al cabo de una hora caminábamos acompañados de una mujer rapanui rumbo a la cabaña en la que nos alojaríamos. Casi sin percatarme del camino, debido a la atracción que me provocaba la energía de la isla, recordé que aún llevaba en mi cuello, como una condecoración, el collar de flores polinésicas que me colocara una bellísima y sonriente muchacha nativa, vestida a la usanza pascuense, al descender del avión.

El primer día lo dedicamos completamente a la contemplación y adaptación del singular lugar. Los impresionantes y gigantescos moáis de piedra, parecían gendarmes intimidatorios que intentaban controlarlo todo mirando siempre, desde la distancia, hacia el interior de la isla. Mi sobrina y yo nos explayamos en diversas teorías sobre cómo estas pesadas y elevadas esculturas —algunas de ochenta toneladas y más de diez metros de altura— fueron trasladadas hasta la orilla del océano, una vez talladas, a pie de volcán, de la misma roca.

Quiso la suerte que a los dos días de estar en la isla conociera a Federico Pate Tuki, personaje rapanui declarado Tesoro Humano Vivo en 2011, por la UNESCO. Al poco tiempo de relacionarme con este guardián de las tradiciones culturales más antiguas de Rapa Nui, nuestros espíritus investigadores se confabularon para adentrarnos en el misterio sonoro de un primitivo y extraño tambor nativo llamado pu keho.

El singular instrumento, consistía en un gran hoyo cavado en la tierra, de aproximadamente un metro de profundidad y unos sesenta centímetros de diámetro, en cuyo fondo descansaba una calabaza vacía, que actuaría como caja de resonancia. Sobre ésta, se colocaba — sin hacer contacto — una gran piedra plana, apoyada sobre dos piedras irregulares. En la ejecución del instrumento, un músico se introducía dentro del socavón para posarse sobre la piedra plana; seguidamente, la hacía balancear — cambiando alternativamente el apoyo de cada pie — chocándola contra las dos piedras irregulares — como el juego infantil que llamábamos “sube y baja”—, produciendo un sonido sordo, que la calabaza amplificaba.

Investigando las posibilidades sonoras del pu keho, pude transmitirle a Federico Pate Tuki, un sistema de afinación de la calabaza, para potenciar aún más el sonido de la piedra plana. Eso fue posible, gracias a cierta similitud del principio sonoro del pu keho con algunas marimbas africanas y afro ecuatorianas, que incluso he reproducido.

 Federico Pate, como agradecimiento a mis humildes aportes en la interpretación sonora del pu keho, y por la amistad y simpatía mutua que desarrollamos durante el tiempo de investigación, cogió dos piedras extraídas del fondo del mar por su dureza y especial sonoridad, llamadas ma’ea poro, y percutiéndolas entre sí a modo de claves, se arrancó con unos antiguos cantos rapanui. La piel se erizaba al sentir brotar de la voz del Tesoro Humano Vivo de la isla de Pascua, esos dulces cantos en tonos mayores plenos de relax, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Sumido en un profundo ensimismamiento, me transporté a siglos pasados visualizando a los rapanui acarreando a sus inmensos moais de piedra hacia la costa, para erigirlos como homenaje a sus ancestros, con la esperanza de que proyectaran su poder sobrenatural –mana— sobre sus descendientes. Federico Pate, personaje humilde y tímido, acabó regalándome las piedras ma´ea poro, antes de despedirse —después tres días de trabajo conjunto— con un largo y sentido abrazo.

Más tarde, descansando en mi cabaña y hurgando en mis anotaciones, recordé que existe cierta simbiosis entre el tambor de piedra de los rapanui, con otro instrumento afrocubano llamado tumbandera que el famoso músico Compay Segundo me enseñó a fabricar. Se trataba, en este caso, de un contrabajo creado por los negros esclavizados de Cuba, cuya fabricación se realizaba excavando un hoyo en la tierra –al igual que el pu keho –, al que se cubría con una membrana de piel. El centro de dicha membrana era atravesado por una cuerda de tripa y ahí se sujetaba, mientras el otro extremo se tensaba con la rama flexible de un pequeño árbol. Tanto el pu keho como la tumbandera, constituían elementos sonoros de gran ingenio y extraordinaria antigüedad, ya que se construían exclusivamente con materiales de la misma naturaleza.

Al día siguiente, recorrimos la isla buscando filmar parajes exóticos, para enriquecer visualmente el documental sobre el origen de la música que estábamos realizando. A orillas del océano nos esperaba un impactante atardecer. Desde la altura de un pequeño cerro, y sentado sobre una roca, contemplé una inolvidable puesta de sol que se filtraba a lo lejos, justo detrás de las impresionantes y gigantescas sombras de los moáis de Ahu Tongariki. Un cielo rojo y horizontal, como un pentagrama sangrante que quitaba el aliento, devoraba la circunferencia solar haciéndola desaparecer poco a poco en el Pacífico infinito. La visión no parecía real, sino más bien una creación preparada ex profeso para impactar a quienes visitábamos la Isla de Pascua. Contagiado de tanta belleza, un pensamiento anidó en mi cabeza:

La música étnica tiene compenetración con su hábitat, tiene el color de su tierra, las facciones de su gente, la armonía con las formas de sus instrumentos musicales. En África, la música es redonda, parda, cálida, rítmica, como las siluetas de sus pobladores, como la forma de sus tambores, como el color de sus sabanas, de sus desiertos, de sus selvas…; en China, la música es lineal, delicada, roja, amarilla, como el caminar de sus doncellas, como el semblante de su pueblo, como el sonido de sus instrumentos milenarios, como el misterio de sus arrozales, de sus montañas…; en los Andes, la música es azul, lejana, nítida, rectangular, cilíndrica, profunda, melancólica, como la mirada enigmática del niño cargado a las espaldas de su madre, como la forma de sus instrumentos de viento, como las montañas infinitas, como el altiplano incalculable…; en España, el cante jondo es sinuoso, agreste, moreno, emotivo, misterioso, como el rostro de una mujer enamorada detrás de una reja, como la forma de su guitarra, como las rudas palmas de un jornalero, como los olivos viajeros, como el mar en lontananza, como los campos peregrinos… La música étnica es el retrato del mundo.

Esta reflexión, reavivó mis ansias de investigar la música hecha por los antiguos moradores de la Isla de Pascua, y los instrumentos que la hicieron posible. Con ese pensamiento me dormí, esperanzado en comenzar mañana a realizar una teoría que desvele el misterio de la música milenaria de Rapa nui.

Se tienen noticias de que, a principios del siglo pasado, un grupo de investigadores descubrió que uno de los grandes moáis situados en las laderas de las montañas tenía el cuerpo enterrado completamente. Al desenterrarlo, los investigadores encontraron tallados en su base ciertos símbolos similares a otros de la cultura del valle del Indo; una civilización de la Edad del Bronce que se desarrolló a partir del año 3300 a.C. en una región que hoy abarca la India, Pakistán y Afganistán. Conocedor de este antiguo hallazgo, decidí tomar a los moáis —el enigma tangible más antiguo de la cultura rapanui— como punto de partida de mi investigación sonora. Acorde con el pensamiento que acababa de escribir, mientras contemplaba el atardecer, estaba convencido de que la música necesita un entorno con el que se le identifique para poder desarrollar todo su esplendor. Cabría preguntarse entonces, ¿cómo reaccionarían los moáis si los trasladaran al Valle del Indo para integrarlos a su música y su paisaje?

Estaba convencido de que la música requiere un espacio que la identifique para que despliegue toda su esplendidez. Distorsiona y resulta absurdo escuchar música rock contemplando la lejanía de las montañas andinas. Las mismas montañas la rechazarían de forma natural, del mismo modo que New York rechazaría al huayno peruano resonando entre sus moles de cemento. Partía entonces de la base de no tener referencia alguna de los antiguos sonidos rapanui y por consiguiente, un desconocimiento total del tipo de instrumentos musicales utilizados para realizarla. Debía comenzar por buscar el extremo del hilo de la madeja para desentrañarla y para ello decidí partir del enigma tangible más antiguo y espectacular de esta misteriosa cultura: los gigantescos moáis de piedra. Aquel aforismo que me surgió al contemplarlos cuando se diluían en las sombras de aquel maravilloso atardecer, me reafirmó la idea de que el arte habla, las esculturas hablan, el entorno suena y estas esculturas no son una excepción. Fue así que me dispuse a mantener un diálogo con los gigantes de piedra.

De pie, me mantuve estático, silencioso y con la mirada fija sobre los quince moáis gigantes de Ahu Tongariki, esperando una señal de sus graves rostros pétreos. A mi lado aguardaba expectante una caja de madera con diversidad de instrumentos musicales en su interior.

Mi sobrina Paty, ya había instalado el trípode y colocaba la cámara en silencio. Sabía que se trataba de un momento trascendental, donde cualquier elemento podía ser utilizado para dilucidar el misterio de las músicas e instrumentos desaparecidos, en base a las referencias de su entorno.

Un ave solitaria volaba entre los moáis y se perdía a sus espaldas en la lejanía del mar, cuando decidí salir de mi ensimismamiento, desenredar mis cabellos enmarañados por el fuerte viento, y abrir la caja de los instrumentos musicales que descansaba sobre la tierra.

Al estar la Isla de Pascua bajo jurisdicción chilena, consideré razonable comprobar, en primer término, cómo reaccionarían estas estatuas de piedra ante los instrumentos sudamericanos.

La flauta de bambú de los Andes —mi apreciada quena—, común en varios países de Sudamérica, incluido Chile, sonó en el espacio. Su sonido se estrelló estrepitosamente contra el sombrero de piedra del moái mayor, para caer hecho añicos a sus pies. Mi sobrina, negando gravemente con la cabeza, compartía conmigo el argumento que demostraba la reticencia de la Isla de Pascua a la sonoridad procedente de las montañas andinas. Guardé con cariño la quena, compañera de mis viajes por el mundo — que llevo como un pasaporte –, y volví a hurgar en la caja de los instrumentos para intentar convencer a los moáis de que se identifiquen con algunos de los sonidos que traía. De mi mano surgió entonces la flauta de viento azteca; una flauta ceremonial utilizada en el antiguo México. El sonido sutil del aire que emitía el instrumento, no desentonaba totalmente con la energía circundante, pero la mirada indiferente y cuasi burlona de los quince moáis, parecía intentar decirme “por encima del hombro”, una expresión popular de la tierra donde nací, que dice: «¿A papá con bananas verdes? Cincuenta años de mono». Convencido que tampoco encajaba con el paisaje de la cultura Rapa nui, volví a guardarla en la caja.

De esta manera, fueron desfilando sucesivamente sonidos de diferentes latitudes que recibían la desaprobación de los gigantes de piedra, por lo que mi frustración iba en aumento.

Sin embargo, la historia dio un vuelco en el momento de coger y hacer sonar el magudi, un doble clarinete de caña y calabaza que utilizan con frecuencia los encantadores de cobras en la India y Pakistán. Inmediatamente un relax se apoderó del entorno, liberándose por fin una energía que se resistía a salir, como cuando al fin recordamos una palabra que queríamos decir y que nadaba obstinadamente perdida en nuestra memoria. Impasibles, los moáis permanecían ahora sin esbozar una sola mueca; hurgaban el infinito desde sus miradas de piedra, miradas solemnes, melancólicas, casi compasivas, de donde presuntas lágrimas intentaban sin éxito brotar. La hipótesis sobre el valle del Indo, que abarcaba India, Pakistán y Afganistán, y sus antiquísimos signos grabados similares al del moai enterrado en la isla de Pascua, volvieron a tomar protagonismo sembrando una luz de esperanza a la investigación.

Mi sobrina, pletórica, me miraba por el rabillo del ojo y consentía sonriendo sin decir palabra alguna, mientras filmaba sin perder detalle. A mí me embargaba una sensación de dicha, probablemente equiparable a la que sintió el egiptólogo inglés Howard Carter al descubrir la tumba de Tutankamón en 1922.

Para disipar cualquier rastro de duda, cogí otro instrumento, también de las regiones asiáticas que antiguamente habían pertenecido al valle del Indo. Esta vez se trataba de un cordófono tradicional de mucha antigüedad llamado gopichand. Comencé a tocarlo acentuando el peculiar ritmo de su única cuerda y sentí que su sonido me invadía interiormente. El viento crónico de la isla de Pascua, asumió también el impacto y pareció ceder para escuchar mejor. Casi al mismo tiempo, los moáis simulaban mirarse entre sí, como queriendo cobrar vida para invitarse mutuamente a danzar a mi alrededor. Una sensación de eclipse solar, creada por las sombras en movimiento de los gigantes de piedra que me rodeaban, acentuó mis ímpetus interpretativos hasta dimensiones cercanas al trance. Mi sobrina Paty, con una amplia sonrisa en la boca, solo atinaba a murmurar cosas ininteligibles mientras miraba fijamente por el objetivo de su flamante cámara.

Y yo tocaba y tocaba, imaginando historias fantásticas al ver a los gigantes de piedra exultantes y a la madre naturaleza cobrando sentido en la isla del ombligo del mundo, por haber encontrado el cauce sonoro que se perdió en la noche de los siglos.

Inesperadamente, un rumor sordo de pasos se agitó a mis espaldas, y sin dejar de tocar el gopichand, giré ligeramente la cabeza para saber que sucedía. Danzando solemnemente, y en un silencio estremecedor, decenas de turistas de la Isla de Pascua se acompasaban con el sonido rítmico del instrumento. En una suerte de ritual atávico, dirigían sus miradas a los moáis que ejercían el control de la ceremonia como sacerdotes milenarios. Sorprendido, me situé cara cara con los fieles, quienes, esbozando una efímera sonrisa, me saludaron brevemente con la mano, mientras continuaban bailando seriamente con la mirada hipnótica, rindiendo pleitesía a los gigantes de piedra que los obnubilaban.

Una vez más, constataba que el ser humano mantiene una sensibilidad ancestral común al margen de la cultura y del tiempo. Donde quiera que proceda, es capaz de captar la energía de un lugar, de la tierra, de antiguas expresiones artísticas, y volcarlas en su espíritu. Así sucedió con los turistas de la isla de Pascua, quienes, confabulados con los gigantes de piedra captaron que el sonido del instrumento asiático había regresado a casa.

Jamás podré desvelar a ciencia cierta el misterio de por qué los moáis acogieron con tan sublime entrega el sonido de los instrumentos musicales del valle del Indo, pero no hay duda de que tanto el gopichand como el magudi encajan tan acertadamente en el entorno y en el sentir de la isla, que podrían constituir la referencia musical desaparecida de la enigmática Rapa Nui.

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Capítulo 25

ISLA DE PASCUA

Isla de Pascua (Chile), 2015

El avión surcaba el océano Pacífico desde Chile hacia el punto más lejano de la Tierra: Rapa Nui o la isla de Pascua, conocida como “el ombligo del mundo”. A pesar de pertenecer a Chile, la isla se encuentra separada del continente americano por una distancia abrumadora; casi cuatro mil kilómetros, que la aeronave cubre en cinco horas de vuelo hasta tomar tierra en medio del océano Pacífico. Era consciente que me dirigía a una isla de vastas soledades, a una especie de galeón perdido —anclado a la nada— que gira sobre sí mismo eternamente sin poder salir jamás del remolino. Sin embargo, aquella sensación de lejanía, jamás podía superar mi curtida soledad de orfandad, motivo que me confería un plus de ventaja.

Mirando a través de la ventanilla, mi mente proyectaba las interrogantes que motivaron el viaje: « ¿Cómo sería la música original de esta misteriosa isla? ¿Cómo serían aquellos instrumentos musicales que la hacían posible? ¿Podría averiguar las influencias que recibió Rapa Nui de Tahití o de Chile, entre otros?». Acerca de todo ello pretendía llevar a cabo una investigación musical ayudado por la directora de cine —además de mi sobrina— Paty Méndez Fadol, quien se encargaría de plasmar en imágenes el trabajo de campo.

Al haber permanecido la Isla de Pascua en completo aislamiento durante más de mil años, y ser la isla más insular del mundo, sus tradiciones musicales nos hubieran aportados valiosísimos datos sobre culturas aisladas. No obstante, la influencia de otras islas de la Polinesia —con Tahití jugando un rol preponderante— y la presencia europea a partir del siglo XVIII, desvirtuaron una parte importante del tesoro musical de la isla. De este encuentro con otras culturas surgió una amalgama musical que incluía también influencias del continente americano, por pertenecer Rapa Nui a Chile. Sin embargo, la isla logró mantener ciertas formas musicales autóctonas que, aún hoy, continúan formando parte de una transmisión oral cargada de misterio que permanece enraizada en antiguas tradiciones y leyendas de generación en generación.

El viaje discurría tranquilo, exceptuando el llanto desconsolado de un bebé a mi lado, que me liberó del ensimismamiento pero a la vez me encarceló dentro de la nave al no poder salir corriendo de la misma. En tanto, mi sobrina Paty, observaba algunas instrucciones de la flamante cámara que usaría para grabar esta investigación, y alternaba conmigo dialogando sobre las diferentes teorías atribuibles al origen de los rapanui.

Pasaron las horas, y casi sin darme cuenta, mi atención se centró exclusivamente en observar desde la ventanilla del avión una tenue y difuminada mancha verde en medio del Océano, que se fue despejando paulatinamente, hasta que mis ojos lograron divisar claramente uno de los tres volcanes que custodian a la Isla de Pascua.

El avión aterrizó en el aeropuerto internacional Mata veri (ojos bellos en rapa nui), en donde el viento me recibió con un silbido viperino en blanco y negro que me transportó al primer día de escuela cuando, con solo cinco años, me quedé solo y a mi libre albedrío en el patio del colegio.

Al cabo de una hora caminábamos acompañados de una mujer rapanui rumbo a la cabaña en la que nos alojaríamos. Casi sin percatarme del camino, debido a la atracción que me provocaba la energía de la isla, recordé que aún llevaba en mi cuello, como una condecoración, el collar de flores polinésicas que me colocara una bellísima y sonriente muchacha nativa, vestida a la usanza pascuense, al descender del avión.

El primer día lo dedicamos completamente a la contemplación y adaptación del singular lugar. Los impresionantes y gigantescos moáis de piedra, parecían gendarmes intimidatorios que intentaban controlarlo todo mirando siempre, desde la distancia, hacia el interior de la isla. Mi sobrina y yo nos explayamos en diversas teorías sobre cómo estas pesadas y elevadas esculturas —algunas de ochenta toneladas y más de diez metros de altura— fueron trasladadas hasta la orilla del océano, una vez talladas, a pie de volcán, de la misma roca.

Quiso la suerte que a los dos días de estar en la isla conociera a Federico Pate Tuki, personaje rapanui declarado Tesoro Humano Vivo en 2011, por la UNESCO. Al poco tiempo de relacionarme con este guardián de las tradiciones culturales más antiguas de Rapa Nui, nuestros espíritus investigadores se confabularon para adentrarnos en el misterio sonoro de un primitivo y extraño tambor nativo llamado pu keho.

El singular instrumento, consistía en un gran hoyo cavado en la tierra, de aproximadamente un metro de profundidad y unos sesenta centímetros de diámetro, en cuyo fondo descansaba una calabaza vacía, que actuaría como caja de resonancia. Sobre ésta, se colocaba — sin hacer contacto — una gran piedra plana, apoyada sobre dos piedras irregulares. En la ejecución del instrumento, un músico se introducía dentro del socavón para posarse sobre la piedra plana; seguidamente, la hacía balancear — cambiando alternativamente el apoyo de cada pie — chocándola contra las dos piedras irregulares — como el juego infantil que llamábamos “sube y baja”—, produciendo un sonido sordo, que la calabaza amplificaba.

Investigando las posibilidades sonoras del pu keho, pude transmitirle a Federico Pate Tuki, un sistema de afinación de la calabaza, para potenciar aún más el sonido de la piedra plana. Eso fue posible, gracias a cierta similitud del principio sonoro del pu keho con algunas marimbas africanas y afro ecuatorianas, que incluso he reproducido.

Federico Pate, como agradecimiento a mis humildes aportes en la interpretación sonora del pu keho, y por la amistad y simpatía mutua que desarrollamos durante el tiempo de investigación, cogió dos piedras extraídas del fondo del mar por su dureza y especial sonoridad, llamadas ma’ea poro, y percutiéndolas entre sí a modo de claves, se arrancó con unos antiguos cantos rapanui. La piel se erizaba al sentir brotar de la voz del Tesoro Humano Vivo de la isla de Pascua, esos dulces cantos en tonos mayores plenos de relax, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Sumido en un profundo ensimismamiento, me transporté a siglos pasados visualizando a los rapanui acarreando a sus inmensos moais de piedra hacia la costa, para erigirlos como homenaje a sus ancestros, con la esperanza de que proyectaran su poder sobrenatural –mana– sobre sus descendientes. Federico Pate, personaje humilde y tímido, acabó regalándome las piedras ma´ea poro, antes de despedirse —después tres días de trabajo conjunto— con un largo y sentido abrazo.

Más tarde, descansando en mi cabaña y hurgando en mis anotaciones, recordé que existe cierta simbiosis entre el tambor de piedra de los rapanui, con otro instrumento afrocubano llamado tumbandera que el famoso músico Compay Segundo me enseñó a fabricar. Se trataba, en este caso, de un contrabajo creado por los negros esclavizados de Cuba, cuya fabricación se realizaba excavando un hoyo en la tierra –al igual que el pu keho –, al que se cubría con una membrana de piel. El centro de dicha membrana era atravesado por una cuerda de tripa y ahí se sujetaba, mientras el otro extremo se tensaba con la rama flexible de un pequeño árbol. Tanto el pu keho como la tumbandera, constituían elementos sonoros de gran ingenio y extraordinaria antigüedad, ya que se construían exclusivamente con materiales de la misma naturaleza.

Al día siguiente, recorrimos la isla buscando filmar parajes exóticos, para enriquecer visualmente el documental sobre el origen de la música que estábamos realizando. A orillas del océano nos esperaba un impactante atardecer. Desde la altura de un pequeño cerro, y sentado sobre una roca, contemplé una inolvidable puesta de sol que se filtraba a lo lejos, justo detrás de las impresionantes y gigantescas sombras de los moáis de Ahu Tongariki. Un cielo rojo y horizontal, como un pentagrama sangrante que quitaba el aliento, devoraba la circunferencia solar haciéndola desaparecer poco a poco en el Pacífico infinito. La visión no parecía real, sino más bien una creación preparada ex profeso para impactar a quienes visitábamos la Isla de Pascua. Contagiado de tanta belleza, un pensamiento anidó en mi cabeza:

La música étnica tiene compenetración con su hábitat, tiene el color de su tierra, las facciones de su gente, la armonía con las formas de sus instrumentos musicales. En África, la música es redonda, parda, cálida, rítmica, como las siluetas de sus pobladores, como la forma de sus tambores, como el color de sus sabanas, de sus desiertos, de sus selvas…; en China, la música es lineal, delicada, roja, amarilla, como el caminar de sus doncellas, como el semblante de su pueblo, como el sonido de sus instrumentos milenarios, como el misterio de sus arrozales, de sus montañas…; en los Andes, la música es azul, lejana, nítida, rectangular, cilíndrica, profunda, melancólica, como la mirada enigmática del niño cargado a las espaldas de su madre, como la forma de sus instrumentos de viento, como las montañas infinitas, como el altiplano incalculable…; en España, el cante jondo es sinuoso, agreste, moreno, emotivo, misterioso, como el rostro de una mujer enamorada detrás de una reja, como la forma de su guitarra, como las rudas palmas de un jornalero, como los olivos viajeros, como el mar en lontananza, como los campos peregrinos… La música étnica es el retrato del mundo.

Esta reflexión, reavivó mis ansias de investigar la música hecha por los antiguos moradores de la Isla de Pascua, y los instrumentos que la hicieron posible. Con ese pensamiento me dormí, esperanzado en comenzar mañana a realizar una teoría que desvele el misterio de la música milenaria de Rapa nui.

Se tienen noticias de que, a principios del siglo pasado, un grupo de investigadores descubrió que uno de los grandes moáis situados en las laderas de las montañas tenía el cuerpo enterrado completamente. Al desenterrarlo, los investigadores encontraron tallados en su base ciertos símbolos similares a otros de la cultura del valle del Indo; una civilización de la Edad del Bronce que se desarrolló a partir del año 3300 a.C. en una región que hoy abarca la India, Pakistán y Afganistán. Conocedor de este antiguo hallazgo, decidí tomar a los moáis —el enigma tangible más antiguo de la cultura rapanui— como punto de partida de mi investigación sonora. Acorde con el pensamiento que acababa de escribir, mientras contemplaba el atardecer, estaba convencido de que la música necesita un entorno con el que se le identifique para poder desarrollar todo su esplendor. Cabría preguntarse entonces, ¿cómo reaccionarían los moáis si los trasladaran al Valle del Indo para integrarlos a su música y su paisaje?

Estaba convencido de que la música requiere un espacio que la identifique para que despliegue toda su esplendidez. Distorsiona y resulta absurdo escuchar música rock contemplando la lejanía de las montañas andinas. Las mismas montañas la rechazarían de forma natural, del mismo modo que New York rechazaría al huayno peruano resonando entre sus moles de cemento. Partía entonces de la base de no tener referencia alguna de los antiguos sonidos rapanui y por consiguiente, un desconocimiento total del tipo de instrumentos musicales utilizados para realizarla. Debía comenzar por buscar el extremo del hilo de la madeja para desentrañarla y para ello decidí partir del enigma tangible más antiguo y espectacular de esta misteriosa cultura: los gigantescos moáis de piedra. Aquel aforismo que me surgió al contemplarlos cuando se diluían en las sombras de aquel maravilloso atardecer, me reafirmó la idea de que el arte habla, las esculturas hablan, el entorno suena y estas esculturas no son una excepción. Fue así que me dispuse a mantener un diálogo con los gigantes de piedra.

De pie, me mantuve estático, silencioso y con la mirada fija sobre los quince moáis gigantes de Ahu Tongariki, esperando una señal de sus graves rostros pétreos. A mi lado aguardaba expectante una caja de madera con diversidad de instrumentos musicales en su interior.

Mi sobrina Paty, ya había instalado el trípode y colocaba la cámara en silencio. Sabía que se trataba de un momento trascendental, donde cualquier elemento podía ser utilizado para dilucidar el misterio de las músicas e instrumentos desaparecidos, en base a las referencias de su entorno.

Un ave solitaria volaba entre los moáis y se perdía a sus espaldas en la lejanía del mar, cuando decidí salir de mi ensimismamiento, desenredar mis cabellos enmarañados por el fuerte viento, y abrir la caja de los instrumentos musicales que descansaba sobre la tierra.

Al estar la Isla de Pascua bajo jurisdicción chilena, consideré razonable comprobar, en primer término, cómo reaccionarían estas estatuas de piedra ante los instrumentos sudamericanos.

La flauta de bambú de los Andes —mi apreciada quena—, común en varios países de Sudamérica, incluido Chile, sonó en el espacio. Su sonido se estrelló estrepitosamente contra el sombrero de piedra del moái mayor, para caer hecho añicos a sus pies. Mi sobrina, negando gravemente con la cabeza, compartía conmigo el argumento que demostraba la reticencia de la Isla de Pascua a la sonoridad procedente de las montañas andinas. Guardé con cariño la quena, compañera de mis viajes por el mundo — que llevo como un pasaporte –, y volví a hurgar en la caja de los instrumentos para intentar convencer a los moáis de que se identifiquen con algunos de los sonidos que traía. De mi mano surgió entonces la flauta de viento azteca; una flauta ceremonial utilizada en el antiguo México. El sonido sutil del aire que emitía el instrumento, no desentonaba totalmente con la energía circundante, pero la mirada indiferente y cuasi burlona de los quince moáis, parecía intentar decirme “por encima del hombro”, una expresión popular de la tierra donde nací, que dice: «¿A papá con bananas verdes? Cincuenta años de mono». Convencido que tampoco encajaba con el paisaje de la cultura Rapa nui, volví a guardarla en la caja.

De esta manera, fueron desfilando sucesivamente sonidos de diferentes latitudes que recibían la desaprobación de los gigantes de piedra, por lo que mi frustración iba en aumento.

Sin embargo, la historia dio un vuelco en el momento de coger y hacer sonar el magudi, un doble clarinete de caña y calabaza que utilizan con frecuencia los encantadores de cobras en la India y Pakistán. Inmediatamente un relax se apoderó del entorno, liberándose por fin una energía que se resistía a salir, como cuando al fin recordamos una palabra que queríamos decir y que nadaba obstinadamente perdida en nuestra memoria. Impasibles, los moáis permanecían ahora sin esbozar una sola mueca; hurgaban el infinito desde sus miradas de piedra, miradas solemnes, melancólicas, casi compasivas, de donde presuntas lágrimas intentaban sin éxito brotar. La hipótesis sobre el valle del Indo, que abarcaba India, Pakistán y Afganistán, y sus antiquísimos signos grabados similares al del moai enterrado en la isla de Pascua, volvieron a tomar protagonismo sembrando una luz de esperanza a la investigación.

Mi sobrina, pletórica, me miraba por el rabillo del ojo y consentía sonriendo sin decir palabra alguna, mientras filmaba sin perder detalle. A mí me embargaba una sensación de dicha, probablemente equiparable a la que sintió el egiptólogo inglés Howard Carter al descubrir la tumba de Tutankamón en 1922.

Para disipar cualquier rastro de duda, cogí otro instrumento, también de las regiones asiáticas que antiguamente habían pertenecido al valle del Indo. Esta vez se trataba de un cordófono tradicional de mucha antigüedad llamado gopichand. Comencé a tocarlo acentuando el peculiar ritmo de su única cuerda y sentí que su sonido me invadía interiormente. El viento crónico de la isla de Pascua, asumió también el impacto y pareció ceder para escuchar mejor. Casi al mismo tiempo, los moáis simulaban mirarse entre sí, como queriendo cobrar vida para invitarse mutuamente a danzar a mi alrededor. Una sensación de eclipse solar, creada por las sombras en movimiento de los gigantes de piedra que me rodeaban, acentuó mis ímpetus interpretativos hasta dimensiones cercanas al trance. Mi sobrina Paty, con una amplia sonrisa en la boca, solo atinaba a murmurar cosas ininteligibles mientras miraba fijamente por el objetivo de su flamante cámara.

Y yo tocaba y tocaba, imaginando historias fantásticas al ver a los gigantes de piedra exultantes y a la madre naturaleza cobrando sentido en la isla del ombligo del mundo, por haber encontrado el cauce sonoro que se perdió en la noche de los siglos.

Inesperadamente, un rumor sordo de pasos se agitó a mis espaldas, y sin dejar de tocar el gopichand, giré ligeramente la cabeza para saber que sucedía. Danzando solemnemente, y en un silencio estremecedor, decenas de turistas de la Isla de Pascua se acompasaban con el sonido rítmico del instrumento. En una suerte de ritual atávico, dirigían sus miradas a los moáis que ejercían el control de la ceremonia como sacerdotes milenarios. Sorprendido, me situé cara cara con los fieles, quienes, esbozando una efímera sonrisa, me saludaron brevemente con la mano, mientras continuaban bailando seriamente con la mirada hipnótica, rindiendo pleitesía a los gigantes de piedra que los obnubilaban.

Una vez más, constataba que el ser humano mantiene una sensibilidad ancestral común al margen de la cultura y del tiempo. Donde quiera que proceda, es capaz de captar la energía de un lugar, de la tierra, de antiguas expresiones artísticas, y volcarlas en su espíritu. Así sucedió con los turistas de la isla de Pascua, quienes, confabulados con los gigantes de piedra captaron que el sonido del instrumento asiático había regresado a casa.

Jamás podré desvelar a ciencia cierta el misterio de por qué los moáis acogieron con tan sublime entrega el sonido de los instrumentos musicales del valle del Indo, pero no hay duda de que tanto el gopichand como el magudi encajan tan acertadamente en el entorno y en el sentir de la isla, que podrían constituir la referencia musical desaparecida de la enigmática Rapa Nui.

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